jueves, 22 de abril de 2010

LAS TRES SALAS (visita al Kunsthaus de Zurich)


El acceso al Kunsthaus ya hacía presagiar algo extraordinario: calles empinadas y solitarias, edificios de estética calvinista, ventanas con cristales emplomados, adoquinado irregular, cielo gris plata, temperatura gélida, librerías de viejo, portales cerrados, carteles en alemán con letra gótica..
Una vez dentro del museo apenas se oía ruido, el ir y venir de los escasos visitantes quedaba amortiguado por la elegante moqueta con ornamentación geométrica. El ambiente era de iglesia, el silencio reverencial. Como una aparición surgieron ante mí, una tras otra, aquellas tres salas. La primera, dedicada a Ferdinand Hodler, era imponente por su aspecto de mausoleo; se accedía a ella por una escalinata; los enormes cuadros que cubrían totalmente las paredes eran de colores claros bastante mortecinos, pero extrañamente poderosos; las composiciones de mujeres y hombres desnudos inmersos en paisajes yermos, sus carnes pétreas, sus posturas hieráticas de sensualidad helada, parecían evocar un limbo entre el cielo y la tierra. A pesar de la aparente frialdad de la instalación y de la luz cenital que enfriaba aún más el ambiente, aquellas obras reflejaban la pasión del artista por su país, no en vano había empezado su andadura en el mundo del arte pintando en serie vistas de los lagos y las montañas para los turistas.

Después de enredarme en el complicado recorrido del museo y atravesar salas donde convivían cuadros de todas las épocas y todos los estilos, un poco mareada y todavía impresionada por la rotundidad de Hodler y sus enjutas criaturas, entré en una sala de proporciones armónicas y paredes verde oscuro. La presidía una estatua femenina blanca y negra emergiendo de un lecho de flores naturales; alrededor, colgaban cuadros enmarcados en oro que parecían esmaltes. La belleza de la pintura de Böcklin explotaba en el azul turquesa de los cielos y el rojo intenso de los ropajes. De este maestro que tanto había influído en artistas como De Chirico, recordaba su famosa Isla de los Muertos de la que hizo varias versiones y cuya silueta había trazado yo en algunos dibujos. En uno de los cuadros aparecía una figura vuelta de espaldas y a contraluz, posiblemente la Pitia, característica de Böcklin. La palabra enigma, cuyos ecos recoge De Chirico en sus escenas metafísicas, está íntimamente ligada a este pintor y a Nietzsche.

Salí de allí con una dulce sensación a pesar de que la pintura de Böcklin no es precisamente optimista. Crucé un pasillo y entré en una pequeña habitación redonda con vitrinas donde había cuadritos de costumbres y paisajes románticos. Casi no me detuve a mirarlos porque al fondo se veía otra sala mucho más interesante. Los cuadros no destacaban esta vez por el colorido sino por los personajes caricaturescos con expresiones de susto, las odaliscas de carnes níveas y los animales de fábula. Teniendo en cuenta que Füssli vivió a caballo entre los siglos XVIII y XIX, revela una personalidad visionaria e intempestiva. En mi exposición Dos Estancias había un cuadro dedicado a su Pesadilla, en el que mezclé distintas referencias con intención irónica.

Leo que De Chirico criticaba a los que utilizaban influencias directas de otras obras, o de libros, y que los consideraba creadores de segunda. Es posible que tuviera razón, aunque él tampoco se libró de esas influencias. Prefiero decir con Ezra Pound aquello de "¡Hazlo nuevo!" y no preocuparme por la clase de artista que sea o deje de ser.

A la salida del museo, dada mi mitomanía, quería pasar por el Cabaret Voltaire, cuna de DADA, aunque temía decepcionarme. Por uno de los ventanales se veían las paredes con grafittis al estilo Basquiat, un pianito y mesas boca abajo. El bar me pareció bastante desangelado, pero intenté imaginarme a Ball, Tzara, Richter, Janco, Huelsenbeck, Arp y demás tropa haciendo de las suyas.

Verdaderamente, Suiza es un país raro por el que no parece transcurrir el tiempo. Los paisajes nunca cambian porque apenas se construye; las ciudades parecen ancladas en un presente eterno tan gris y triste como las fachadas de las casas; los rígidos horarios y la seriedad de los ciudadanos, hacen que el extranjero se sienta intimidado. Sólo la presencia de italianos en los cafés y hoteles, con su proverbial desenfado, dan un poco de calor a esta sociedad calvinista y cerrada.
Raros son también sus artistas, raros y originales; son seres singulares, flores extraordinarias que extienden su aroma por Europa y que parecen querer reivindicar su Patria contra viento y marea, contra aquellos que piensan que después de quinientos años de democracia, en Suiza sólo se ha inventado el reloj de cuco.

2 comentarios:

  1. Me encanta tu descripción. Es como si hubiera estado allí - aunque también me mueve a ir....

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  2. Gracias Marta, la verdad es que me impresionó mucho el museo y me pareció muy atipico, se mezclaban todas las tendencias hasta la actualidad, estaba organizado a parches pero parches muy interesantes. Por cierto, has desaparecido como seguidora, no se que pasa con el sistema pero a Claudia también le ocurre.

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